He recibido el siguiente artículo que habla sobre Oblomov, de Iván Goncharov, de manos de un autor que me ha pedido encarecidamente que le permita mantener su anonimato. Pese a todo, yo no puedo quedarme indiferente frente a tan agradable sorpresa de modo que me veo moralmente obligada a expresar mi pasmosa gratitud frente al inicio de lo que yo deseaba al comenzar éste blog, un libre intercambio de opiniones. Así, que aquí os dejo su artículo junto con mi promesa de leerme Oblomov;
Siempre que se piensa en la bella Rusia, se evoca a Tolstoi, a Dostoyevski, a Puishkin o a Chéjov, grandes autores del desasosiego y la humanidad, románticos exaltados en virtud de un proceder que suele asemejarse al frenético e incesante hurgar de la musaraña. Raras veces recordamos a un tal Iván Goncharov pese a ser toda una institución en Rusia. Goncharov es autor de una única gran obra: Oblomov. Ésta trata de un cándido burgués terrateniente, venido a menos por el peso del trabajo, fracasado como funcionario y echado a perder a nivel estético. Un hombre sin inquietudes ni intereses más allá de lo meramente cotidiano. No es destacable en ningún sentido y no por ello, pese a lo que se podría pensar, pasa desapercibido ante los ojos del romántico escritor.
Oblomov vive en un piso del centro de San Petersburgo. Su criado, Zájar, es incapaz de mantener el orden y la pulcritud en tan ajado antro de viejos. Ambos viven de la renta que reciben de las tierras de Oblomovka (las tierras de Oblomov), cada vez más escasas debido a la corrupción del administrador y la vagancia de los mujiks (mozos de cuadra). Oblomov resta indiferente a esta situación y ello le lleva a una ruina parcial de la que saldrá mudándose al campo, obedeciendo al que considera su único amigo, Shtolz. Éste ha de llevárselo casi a rastras ya que Oblomov es totalmente incapaz de tomar una decisión.
Una vez en el campo, la situación cambia drásticamente, pues Oblomov se enamora de Olga, una mujer delicada y bella. Olga ve en Oblomov un potencial tremendo, un hombre educado y discreto, que parece desentenderse de las cuestiones que afectan al mundo. A su vez, Oblomov se conmueve cuando Olga canta Casta Diva. Con este caldo de cultivo empieza su romance pero, al igual que el resto de cosas en la vida de Oblomov, éste nunca llega a oficializarse. Gracias al hiperactivo Shtolz (antítesis de Oblomov), Olga se da cuenta de que está enamorada de un futuro que nunca llegará, pues el presente se pasa el día tumbado en el diván. Oblomov ya era consciente de esta circunstancia i había previsto el fin del idilio con anterioridad.
El final de la novela es de los mejores que jamás se han creado. Nunca he sido partidario de desvelar los finales, aunque sea de libros clásicos, y ahora no haré una excepción. Solo diré que los últimos capítulos no dan lugar a esperanza alguna. Goncharov no creía que las personas pudieran mejorar. Como buen ruso de principios del XIX, la gracia, la naturaleza humana y el destino regían su vida de tal modo que no existía ningún tipo de permeabilidad que diera lugar al sueño americano. El infierno, entendido como un campo de trabajos forzados en Siberia, no tiene escapatoria. Ya asistimos al ocaso de Raskolnikov (ni siquiera el amor lo salvó) y ahora nos proponen algo peor, si cabe, a lo vivido por el héroe de Dostoyevski. Ser conscientes de la presencia de la muerte y de sus consecuencias puede ayudarnos a cambiar (sí, Goncharov, cambiar) pero la perpetua reflexión sobre esas consecuencias puede llevarnos a un holocausto intelectual que nos haga desear una Siberia eterna, fría y justa.