Era un once de Noviembre frío y desesperanzador. El cielo encapotado amenazaba lluvia, el helado, fuerte y seco viento golpeaba frenéticamente las ramas de los árboles que alocadas crujían al compás del viento cual notas de una célebre melodía diabólica. Pese a la música del viento el pueblo estaba en silencio. De pronto se unieron a la sinfonía de la naturaleza las campanadas de las doce, tañendo ferozmente.
Como movidos por un reloj, todos a la vez salieron de sus casas, jóvenes y viejos. Toda la familia con paso grave y silencioso se encaminó hacia un lugar bien alejado, era su momento, era su dolor privado y nadie que no fuese uno de ellos tenía derecho a interponerse en su camino. Nadie hablaba, nadie se atrevía a romper aquel silencio esperanzador, algunos ya lo tenían asumido, otros aún creían que no era cierto, y unos pocos pensaban que no podrían vivir así. El gris del cielo aumentaba a medida que avanzaba la comitiva silenciosa. Las nubes oscuras se acumulaban sobre sus cabezas, el rugir del viento se acentuaba, andar era un suplicio. La cuesta parecía más acusada que otras veces. Jadeantes, con la pena a cuestas, los ojos llorosos, los rostros rojos y ajados llegaron, al fin.
La hermana enseguida reconoció el lugar, los recuerdos alegres, tristes, cruciales y banales se le amontonaban en la mente. No daba abasto, no podía saborearlos todos, no podía retener ninguno, no podía escoger los mejores. Aparecían uno detrás de otro, sin sonido, sin color como una película muda donde los actores y las actrices eran personas conocidas y la protagonista era la mujer que ahora reposaba en la urna. Se agobiaba por momentos. El chocar de la pala contra la tierra, el sonido de la arena amontonada se le metía en la cabeza, no podía pensar, estaba obligada a ver aquel suceso de recuerdos insaciables.
No paraba, alguien golpeaba enérgicamente el suelo arcilloso con la pala. Esforzándose por cavar el hoyo a la profundidad adecuada. El sonido metálico era angustiosamente agudo, el olor a arena removida y a muerte se le acopiaba en las fosas nasales. No veía a las personas, veía sombras. Sombras que se le acercaban, que la abrazaban, le daban el pésame. Sombras que hablaban, sombras que recitaban poesías, sombras que se despedían, sombras que la recordaban. Una sombra que cavaba con una pala metálica, plan, plan, plan... Por fin paró. El silencio se adueñó de todos, el sonido espeluznante del viento, dos o tres gotas cayeron, las suficientes para humedecer la tierra. “Así crecerá mejor” musitó alguien. Dos sombras se abrazaron, un susurro alentador rompió el silencio, el niño rompió a llorar pero una sombra maternal ahogo el llanto con suaves palabras susurradas entre dientes al oído de la criatura.
Le tocaba hablar.
Con manos torpes y temblorosas desdobló el papel. El silencio era total, el viento sacudía al pequeño trozo de papel, tan débil, tan frágil. Dos enormes lágrimas saladas cayeron encima del escrito. Casi no se podía leer la pequeña y apretada letra escrita en tinta azul. La voz moría en su garganta. Era incapaz de pronunciar una sola sílaba. Tenía la boca seca, la cabeza llena de recuerdos y el corazón de sentimientos. Abrió la boca pero solo salió aire. Volvió a doblar apresuradamente el papel, lo lanzó al hoyo. Se le nublaba la vista, las lágrimas llenaban las cuencas de sus ojos. El olor de tierra mojada estaba presente en todas partes, como un dios al que se veía obligada a venerar. El viento frío agrietaba su rostro. Sollozaba. Alguien dijo unas palabras emotivas. Otro rompió a llorar silenciosamente. El perro aullaba. El que había estado cavando esparció las cenizas. Encima plantaron cuidadosamente las semillas. El metal de la pala chocando contra el suelo, plan, plan, plan…
Y de allí brotó el rosal. Sin duda el rosal más hermoso de todos. Pues estaba regado con las lágrimas de aquellos que la querían y se nutría de los pedazos de corazón arrancados por la tristeza y el dolor, los bellos recuerdos eran su esencia y las más grandes y hermosas rosas, frutos de su anterior vida.
Pasaron los años y aún aquellos que en vida le tuvieron envidia le tuvieron también en muerte. Pues el magnífico rosal creció oloroso, rojo, recto, espinoso, fértil y hermoso. De una forma u otra ella vivía en aquellas flores, igual que sus camisas floreadas, que su buen entendimiento, que su cariño y su amor por las personas y la vida. La visita al rosal se convirtió en tradición, la historia fue de boca en boca deformándose con el paso del tiempo. Se decía que su alma alentaba al rosal a crecer más rápido y mejor que las demás plantas, del mismo modo que ella había alentado a tanta gente a enfrentarse a sus temores, a vencerlos y a conseguir aquello que se habían propuesto. La mujer pueblerina que su familia tanto había querido pasó a ser heroína. Pero el rosal siguió allí, único testimonio de la dura, triste y cruel realidad: Vivir conlleva morir. El rosal que ahora adoramos algún día morirá, pero al plantarlo ya sabíamos su fin. Cada vez que nace un niño se le está condenando a morir. Pero a la muerte en si no se le teme, pues todos tenemos integrado en nuestro interior el destino final. Se teme a la forma en que muramos, al dolor, a la tristeza de los demás, a la desgracia de los tuyos. Se teme aquello que no podrás ver, imaginar el desasosiego de aquellas personas que te importan, pensar en cómo seguirá la vida sin ti, caer en el olvido, se teme ser lo que siempre hemos sido; nada.
Pero aún hay algo peor que la muerte física, la muerte de la voluntad, del alma. Ella murió pero siguió tanto en el recuerdo como en el rosal, sin embargo la hermana aparentemente vivía. Su cuerpo desempeñaba las funciones vitales a la perfección, el corazón latía constante, los pulmones respiraban, los riñones drenaban y el cerebro controlaba. Pero de todos modos no estaba viva, era un cuerpo que andaba, comía y respiraba. No sentía más que dolor, angustia y desesperación. Hacía mucho tiempo que la vida había dejado de tener ningún sentido para ella, se limitaba a esperar su fin. Quería que llegase lo antes posible, lo anhelaba. Se había pasado la vida soñando y un duro golpe la había obligado a despertar. Al hacerlo la multitud de injusticias e incongruencias de la realidad se le clavaron cual dardos en el centro del corazón. Cortando así, de cuajo, cualquier atisbo de felicidad o buenos sentimientos, condenándola a vagar por la tierra sin pertenecer del todo a ella. Se pasaba largas horas lamentándose sintiendo un dolor terrible por la pérdida de alguien a quien amaba, respetaba e idolatraba. La muerte no era algo nuevo para ella, sus padres envejecieron y murieron mucho antes, pero eso ya lo esperaba. Los padres mueren antes que los hijos, la naturaleza sabia se lo había mostrado de bien pequeña teniendo como escenario el bosque y los corderos y el zorro de personajes. Pero para ella los hermanos duraban hasta siempre. Jamás se había planteado aquello ni nadie le había abierto los ojos. Su único consuelo era cuidar, observar, podar, regar y oler el hermoso rosal que contenía infinidad de partículas que antes le habían pertenecido.
Entre lamento y lamento la vida fue pasando como un débil suspiro, seco y sin aliento. De tanto lamentarse la vida se había escurrido entre sus dedos y ahora ya era demasiado tarde para poder agarrarla con fuerza y no dejarla escapar. Tuvo que resignarse a extender el brazo con todas sus fuerzas para acariciar con la yema de los dedos algo parecido a la vida durante unos largos meses de agonía en los que sufrió ella y su familia, así como los médicos que no atinaban a encontrar la causa de tanto dolor y frustración. Y así fue como la hermana murió muerta pues durante muchos años no había sido más que un muerto en vida.
Once de Noviembre de 2006