viernes, 8 de abril de 2011

¿Y porqué no?

Corría el año 1919, aparentemente todo seguía igual. Era un mes de Junio similar a todos los veranos transcurridos hasta entonces, hacía calor y nadie se aventuraba a pasear por las calles durante el mediodía. Precisamente por eso Miquel había escogido esas horas para deambular por el barrio, sintiéndose solo, desamparado y exigiéndose ánimos para seguir adelante, obligado a creer en un futuro cuando el presente era tan turbio que no tenía fuerzas ni para dormir. Caminaba sin ver, los ojos clavados en el suelo, esquivando la compasión de sus vecinos. Odiaba su barrio, su casa, su calle, sus vecinos, todo aquello que le recordaba su vida anterior, la felicidad, la familia. Ya no podía hablar con nadie, solo inspiraba pena, todos hablaban para castigarle haciéndole revivir su mala suerte, hurgando en su dolor, recordándole los detalles más insignificantes del pasado que, ahora, al no tenerlos le arrancaban gruesas lágrimas melancólicas de unos ojos que parecían incapaces de secarse. Era él, era su vida, y no podía soportar otra mirada de piedad, ni más cuchicheos condolientes, ni palabras esperanzadoras, ni entrever por el rabillo del ojo viejas mujeres santiguándose cada vez que pasaba cerca de ellas. Por eso paseaba cuando no había nadie, cuando el calor era insoportable o cuando la noche era tan oscura que era imposible diferenciar una figura de otra. A pesar del cambio drástico que había experimentado su vida jamás podría cambiar de barrio, ni de calle, ni de casa. Todos y cada uno de los rincones contenían momentos valiosísimos, esa era su vida lo de ahora una insufrible prolongación que no se atrevía a interrumpir porque sabía que allí, en uno de los hospitales cercanos al mar, necesitaban su dinero para seguir con el tratamiento. Esa certeza era lo único que le mantenía en pie, eso y las pocas cartas que llegaban a sus manos. La incomunicación a la que los médicos las sometían repercutía en sus huesos, del mismo modo que el sufrimiento de no ser él quien padeciese aquella enfermedad.

Había despedido a Leo. De vez en cuando se lamentaba de ello pues era rigurosa y precisa en todo y su presencia había llegado a hacerse indispensable en la casa. No encontró ninguna razón coherente para echarla e intuyó que la verdad sería más digerible para ella que cualquier reproche infundado. Le dijo que no podía soportar más sus ojos llorosos ni el lamento perpetuo que asomaba en sus labios, que él se estaba volviendo intratable, ermitaño, extraño e insensible hacia los demás, que la apreciaba demasiado como para someterla a la tortura de convivir en aquella casa con un ser que tarde o temprano dejaría de poseer la poca humanidad que le quedaba, que le pagaba dos meses por adelantado y que, si llegaban a arreglarse las cosas, la volvería a llamar enseguida. Leo no aceptó el dinero, tampoco entendió muy bien las razones de Miquel pero le tranquilizó diciendo que ella se iba a casa de Alfonso, el hijo del carnicero, y que no tenía ningún tipo de deuda con ella, pues se iba a casar y pronto fundaría una familia. Sin embargo él se quedó intranquilo sumando su inquietud por, quizá, haber destrozado la vida a aquella muchacha a la interminable lista de dolores y cargas que soportaba su espíritu.

Por las noches daba vueltas en la fría cama intentando dormir sin conseguirlo. Notaba en cada músculo de su cuerpo el cansancio acumulado de las largas caminatas por las tardes. Se descubría reviviendo mentalmente su primer viaje juntos, deseando encontrarse a su lado de nuevo, volver a dormir abrazados y despertarla por las mañanas con sus besos.

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